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Un día a la vez, un universo a la vez

Cuando era joven trabajaba vendiendo café en mi natal Guanajuato, lo vendía de casa en casa con la ayuda de un contenedor amarrado a mi espalda. Era un aparato peculiar, a simple vista daba la idea de que era una mochila metálica, como esas mochilas que usan los motociclistas para no romper sus pertenencias en caso de una caída a gran velocidad. Pero mi “mochila” era en realidad una cafetera móvil que podía contener hasta diez litros de café, el cual se servía por una manguera que salía desde la parte baja del contenedor y se sostenía por delante a la correa derecha. Todas las mañanas me levantaba muy temprano para preparar el café y salía a venderlo a la hora en que la gente se dirigía al trabajo o a la escuela.

La mayoría de las personas me conocían y sabían que, además de no dar caro, servía un buen café; gracias a esto terminaba de vender mi producto relativamente rápido, esto era una ventaja  porque así podía cursar la escuela preparatoria por las tardes y me quedaba tiempo de, por las noches, hacer mi tarea mientras prepara todo lo necesario para el café del día siguiente.

Yo mismo era adicto al café, no podía empezar mi día sin tomarme al menos una taza, y por las noches cuando me encontraba cansado podía contrarrestar los efectos de este cansancio con ayuda de otra taza. Por ahí había leído que el café contenía cafeína, una molécula que inhibe a otra molécula, esta última conocida como adenosina, que se libera cuando estamos cansados y sirve para ayudarnos a descansar mediante el sueño. Además de inhibir a esta molécula, la cafeína también activa al cuerpo mediante la liberación de adrenalina. En resumen, la cafeína contenida en el café nos quita el sueño y nos da energía.

Me mantuve vendiendo café por casi cinco años, pero tuve que dejar de hacerlo porque me mudé al deefe para estudiar la carrera de matemáticas en la unam. Mi plan era que al terminar la carrera regresaría a mi pueblo para dar clases en la secundaria de allí y también ayudar en la siembra a mi padre, cuidar de él y  también de mi madre.

Al final mi plan no terminó siendo como lo había planeado, esos años universitarios me marcaron de por vida, desde que entré el primer día a las aulas supe que no quería salir de ellas nunca más, quería seguir aprendiendo toda mi vida y verme rodeado de todas esas personas que estaba por conocer. Y así lo hice, después de titularme logré ser adjunto en las clases de ecuaciones diferenciales I y II y años después logré ser profesor titular de esas materias y de un par más.  Después de eso mi vida como académico fue lo más gratificante que me haya pasado, todos los días me transportaba en bicicleta a la universidad y en ella me quedaba la mayor parte del día. Si no me encontraba en el salón de clase rodeado de mis alumnos se me podía ver por mi cubículo, siempre leyendo o escribiendo o preparando exámenes. Mis compañeros y alumnos nunca dejaban de sorprenderme, siempre había algo de qué hablar o algo que hacer.

Pase muchos años de mi vida con ese ritmo, durante el periodo escolar me dedicaba de lleno a impartir mis materias y en las vacaciones viajaba a ver a mis padres al pueblo. Iba a verlos todos los años y siempre les ayudaba a mejorar la casa, a veces encontraba un piso que se podía mejorar, un baño al que le hacía falta cambiar el drenaje o simplemente arreglar el pasto del patio.

Un año en particular, no hace mucho, todo se detuvo para mí; de pronto dejé de existir por un evento nada afortunado y desperté en este lugar desde el que escribo estas líneas.

Es un lugar bastante extraño, no sabría explicar bien qué es o en qué lugar y tiempo se encuentra; para mí se presenta como la casa de mi infancia, una casa de un solo piso en la que puedo salir de mi cuarto e inmediatamente oler la comida que mi mamá cocina. Aquí me desenvuelvo ahora, por las mañanas acompaño a mi papá a la siembra o cosecha (dependiendo de la temporada), en las tardes siempre arreglamos la casa con mi mamá y en las noches platicamos de muchas cosas.

A pesar de que en apariencia llevo una vida normal sigo sin saber bien qué es este lugar porque a partir de él, y con solo desearlo, puedo moverme entre los infinitos universos que se están desarrollando de manera paralela. Así he podido moverme de un universo a otro, siempre siendo espectador, pero viviendo en carne propia lo que mi otro yo de ese universo está viviendo.

En la mayoría de los universos soy yo, es decir soy ser humano, pero en otros no. Por ejemplo, en uno me encontré a mí mismo siendo un leopardo que estaba cazando una gacela.

Estaba escondido en la hierba alta de un vasto pastizal que se extendía bajo un inmenso cielo, la estuve observando durante toda la tarde, analizando cómo se movía, qué hacía cuando escuchaba un ruido y hacia qué plantas se acercaba para comer. Después de una paciente espera, ya el cielo pintaba múltiples estrellas, me abalancé sobre ella y la maté con una rápida mordida a su cuello. Apenas y emitió un sonido, fue un leve estertor que se perdió entre los sonidos de la noche.

No tengo claro cuánto tiempo me mantuve dentro de esa realidad, pero me gustaba mucho estar así: me preocupaba por sobrevivir y mi instinto me guiaba en todo momento.

En otro universo era una majestuosa águila, todas las demás aves se sentían intimidadas cuando me veían bajar en picada desde lo alto. Lo hacía con una agilidad y rapidez impresionantes, desde las alturas lograba ver a mi presa, sentía el viento a mi alrededor y cuando encontraba una ráfaga apropiada la aprovechaba para descender hacia mi alimento.

En un universo, en el que si era humano, vivía en el territorio que conocemos como continente americano. Éste se encontraba organizado de modo tal que los obreros y campesinos trabajadores constituían organizaciones de muchos miembros y en ellos recaía la organización del continente, la administración de la economía y la dirección de la producción. Como la región contaba con muchos recursos naturales y se manejaban de forma responsable, el continente se mantenía en claro crecimiento. Yo, o mejor dicho mi otro yo, también se desempeñaba como profesor, ahí la educación era gratuita y en todos los programas educativos se reforzaba el trabajo para el bien común, más allá del individualismo competitivo. Enseñaba cálculo por las mañanas y en las tardes cuidaba de un jardín comunitario que se encontraba a unas cuadras de la Universidad; en este jardín plantábamos todo tipo de árboles frutales y los cosechábamos en su temporada: de enero a marzo recogíamos manzana y hacíamos yogur o licuados con avena, de marzo a junio podíamos hacer agua de mango fresco y el último semestre del año podíamos hacer jugo de mandarina y comer dulce de guayaba. Nos manteníamos unidos y siempre quedaba tiempo para convivir con los demás, ya que al repartir las tareas de manera colectiva estas se completaban con mayor rapidez, lo que permitía tener más tiempo de esparcimiento. El tiempo que me mantuve en este universo fue un tiempo de paz.

En otro de mis viajes, es raro decirles viajes porque formalmente no lo eran, me tocó llegar a una civilización que había logrado mejorarse al punto en que los seres humanos podían realizar la fotosíntesis. Allí los seres humano eran de color verde, como los extraterrestres que describen muchas de las novelas de ciencia ficción que he leído, pero eran verdes porque, al igual que las plantas, contaban con cloroplastos que llevaban a cabo la fotosíntesis con ayuda de unas proteínas especializadas que absorbían la luz solar y la transformaban en moléculas energéticas que después aprovechaban para transformar los nutrientes que consumían. De esta manera, los seres humanos no tenían que ingerir tanta comida ya, hecho que se veía reflejado en la complexión física que era más bien delgada. Aunque, para ser justos, al perderse el proceso de alimentación también se había perdido ese evento social de “ir a comer con alguien”, acto que más allá de ser para “ir a comer con alguien” siempre nos ha servido para conocer al otro. Esta falta de verse con otras personas compartiendo la comida había disminuido las relaciones humanas; ya casi no existían los amigos, no se respiraba ese espíritu de preocuparse por el otro o de echar una mano a alguien. Basta decir que no duré mucho en ese lugar, me entristeció mucho mantenerme ahí.

Hubo un universo muy raro, cuando aparecí en él me mantuve todo el tiempo arriba de una rueda de la fortuna, acompañado por un oso de peluche. Era un oso de esos famosos Teddy, su particularidad era que este oso de peluche tenía conciencia y se mantenía diciéndome cosas al oído. Estas ideas iban desde lo más rebuscado hasta lo más trivial y casi nunca tenían relación una con otra. La ciudad en la que se encontraba la rueda de la fortuna era extraña, cuando estábamos en la parte baja de la vuelta, se apreciaba una ciudad rural, se apreciaban grandes extensiones de maizales; pero cuando estábamos en la parte más alta de la rueda, la vista era de una ciudad gris con grandes edificios y mucha gente amontonada en ellos. Todo era muy extraño, nada tenía lógica, aun así me mantuve dando miles de vueltas, sin marearme, sin sentir hambre o cansancio. Me sentía tranquilo en la presencia del oso y él no parecía querer hacerme daño, solo se preocupaba en enseñarme.

He ido a muchos más universos, unos más extraños que otros, y he visto muchas cosas, éstas me han enseñado demasiado y mi conciencia se ha expandido a niveles que nunca creí posibles. He conocido lugares indescriptibles y personas excepcionales de las cuales pueda hablar quizás en otro relato.

Pero por mucho tiempo que viaje o por mucho que me ausente, siempre regreso aquí, a mi casa. A mi única casa, esta casa donde crecí y en la que me encuentro con las personas que más he querido. Y a pesar de poder ir a todos esos universos hay uno al que ya no puedo volver, es el primero que habité, aquel en el que ya no existo. Eso no me pone triste sino todo lo contrario, sé que en él dejé muchas personas, más de las que puedo contar con las manos, que siempre me tendrán presente y en quienes, de un modo u otro, dejé mi huella grabada. Creo que en parte se debe a que siempre traté de predicar con el ejemplo, tratando de alejarme de esa idea de la enseñanza individualista, y enseñando para el bien común, siempre tuve claras las palabras de Makárenko:

“…la participación activa en el proceso de aprendizaje y formación de la colectividad reporta felicidad humana, tanto al educador como a los educandos.” [1]

Y es así, muchas de las cosas que hacemos con el otro tienen una importancia enorme de la que a veces no nos damos cuenta. Nuestra persona siempre crecerá cuando compartamos con los otros lo que tenemos, cuando enseñemos lo que sabemos y estemos atentos a lo que el otro tenga que decir. Este hecho es tan cierto que, como en mi caso, nos seguirán recordando aun cuando ya no estemos; ya lo dice la canción:

“No se muere quien se va solo se muere el que se olvida” [2]

 

Referencias

[1] Makárenko A, 1977, “La colectividad y la educación de la personalidad”, Moscú, URSS, Ed. Progreso.

[2] Letra de la canción “El primer trago” del cantante venezolano Tyrone Gonzales “Canserbero”

 

 

Autor 

Luis A. Hernández Canales. [author] [author_image timthumb=’off’]https://labombillailuminarte.org/wp-content/uploads/2018/11/fto-e1543271268267.jpg[/author_image] [author_info]Egresado de la Facultad de Química de la UNAM. Creador de contenidos en la Bombilla. Entre sus intereses se encuentran: leer, comer y escuchar música.

Piensa que se siente bien estar vivo.[/author_info] [/author]

Diseño

Lina Lucía Romero Salas [author] [author_image timthumb=’off’]https://labombillailuminarte.org/wp-content/uploads/2017/11/Foto-15-Lina-Romero.jpg[/author_image] [author_info]Desde pequeña tuvo inquietud por estudiar artes y al terminar esa licenciatura decidió realizar una segunda licenciatura en biología ya que siempre le llamo la atención la naturaleza. Ha realizado ilustraciones para distintos laboratorios y actualmente da un taller de artes plásticas a niños de primaria.[/author_info] [/author]