Quiero contarles la historia de cómo me hice un adicto. De mi abuela tomé la costumbre de tomar chocolate caliente por las tardes. Ella preparaba tres tazas: una para mí, otra para mi hermano y otra para ella. Tomábamos lentamente el chocolate preparado con agua caliente mientras veíamos pasar a la gente por la ventana. Años después nos mudamos a la ciudad, y la dificultad para conseguir un buen chocolate nos impidió seguir disfrutando de la tradición familiar. En su lugar comenzamos a tomar café. “Es más estimulante y con menos calorías que el chocolate” repetía mi padre cada vez que ponía a llenar una nueva cafetera.