Llevo días sin dormir, días en los que me despierto a mitad de la noche sintiendo que me falta el corazón. Hay tardes en las que el miedo me invade, en las que pienso que una vez que me acueste, no me volveré a levantar. Que me quedaré en mi cama por la eternidad. Las noches en las que estoy particularmente cansado, prefiero pasar la noche en vela, haciendo cualquier otra cosa. Y es que si algo es cierto, es que todo el mundo se cansa en algún momento de su vida y este es, para mí, ese momento.
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Quiero contarles la historia de cómo me hice un adicto. De mi abuela tomé la costumbre de tomar chocolate caliente por las tardes. Ella preparaba tres tazas: una para mí, otra para mi hermano y otra para ella. Tomábamos lentamente el chocolate preparado con agua caliente mientras veíamos pasar a la gente por la ventana. Años después nos mudamos a la ciudad, y la dificultad para conseguir un buen chocolate nos impidió seguir disfrutando de la tradición familiar. En su lugar comenzamos a tomar café. “Es más estimulante y con menos calorías que el chocolate” repetía mi padre cada vez que ponía a llenar una nueva cafetera.